Salió de la sinagoga y entró en casa de Simón.
Ayer veíamos a Jesús en la sinagoga de Cafarnaún; nadie intercedió, sino que Él mismo, por propia iniciativa, curó al hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo. Hoy le vemos en casa de Pedro, y sí hay intercesores.
La suegra de Pedro estaba con fiebre muy alta y le suplicaban que hiciera algo por ella.
Es la comunidad familiar la que intercede. La fiebre de la suegra de Pedro invita a pensar en las fiebres del alma que nos tienen postrados y encerrados, sin capacidad para atender a los demás. Fiebres del alma como apegos al dinero, o al poder; o tendencias y compulsiones que nos mortifican y nos mantienen enrollados en torno a nosotros mismos.
Él se inclinó sobre ella, increpó a la fiebre y se le fue. Inmediatamente se levantó y se puso a servirles.
La intervención especial de Dios en la vida de una persona conduce a la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rm 8, 21). Pero ante pasa por un período de oscuridad y sufrimiento. Esa libertad se pone de manifiesto en el servicio desinteresado.
Por la mañana salió y se dirigió a un lugar despoblado.
¿Para qué? Para estar a solas con el Padre. No es una rutina; es una necesidad. Ese rato le da la energía y el discernimiento necesarios para cada momento del día.
También a las demás ciudades tengo que llevarles la Buena Noticia del reinado de Dios, porque para eso he sido enviado.
¿Por qué no establecer su residencia en Cafarnaún y dejar que la gente se acerque a Él? No. Jesús nos propone no echar raíces en ninguna parte. No vamos a Él; Él viene a nosotros.
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