¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo habrían hecho penitencia.
Aparentemente, la vida pública de Jesús fue exitosa, con frecuencia acompañado de multitudes entusiastas; llegaron a intentar proclamarle rey (Jn 6, 15). Pero la verdad es que Jesús supo más de fracaso que de éxito. Funesta fue la visita a su pueblo Nazaret; desastrosa su relación con las clases altas… El Evangelio de hoy nos muestra el fracaso de su predicación en las poblaciones en que aparecía con mayor asiduidad.
El Evangelio de hoy nos puede enseñar a no culpabilizar a nadie por el fracaso; ni por el fracaso institucional de nuestra santa y pecadora Iglesia, ni por el fracaso personal que todos, como Pablo, experimentamos en nosotros mismos. Mejor echar la culpa a este Señor nuestro que quiere que el fracaso sea condimento universal de la vida.
El Evangelio de hoy nos muestra a un Jesús descorazonado ante su fracaso en esas poblaciones en las que tanto se ha prodigado. A aquellos hombres y mujeres no les han interpelado ni sus palabras ni sus milagros. ¿No sucede algo de esto con nosotros, cristianos piadosos? Puede que sí. Puede que vivamos en la increencia, porque seguimos creyendo en nosotros mismos y en que la salvación es fruto de nuestros esfuerzos. No creemos en la gratuidad de la salvación que Él nos ha obtenido. No nos hemos adherido al Evangelio, no contando con una justicia mía basada en la ley, sino en la fe en el Mesías, la justicia que Dios concede al que cree (Flp 3, 9). Pues si la justicia se alcanzara por la ley, en vano habría muerto el Mesías (Gal 2, 21).
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