Cuando Jesús se iba de allí, le siguieron dos ciegos gritando: ¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!
Le siguen gritando. Él no se da por enterado. Igual que hará con la mujer cananea (Mt 15, 23). Pero los ciegos no se desaniman. Le siguen hasta la casa. Entonces se plantan ante Él y le exigen su atención, hasta conseguir lo que piden.
Los relatos de curación de ciegos hacen pensar en la ceguera del corazón. Ceguera que se da en nosotros cuando la rutina o la comodidad nos privan de luz. O cuando los prejuicios nos impiden ver a las personas en su dimensión más profunda y verdadera. O cuando la Palabra de Dios está poco presente en nuestra oración y en nuestra vida de modo que reaccionamos como analfabetos ante los signos de los tiempos.
El primer paso del camino hacia la luz es la humildad: reconocer nuestra ceguera o miopía. Necesito acercarme a diario a la Luz. Que no tenga que oír de sus labios el reproche a los fariseos: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado. Pero como decís: ‘Vemos’, vuestro pecado permanece (Jn 9, 41).
Y se les abrieron los ojos.
Y su vida cambió radicalmente. Este tiempo de Adviento es una buena oportunidad para abrir los ojos y ampliar horizontes. Para dejar de vivir amarrados a falsas seguridades. Para que, desde una interioridad iluminada por la Palabra de Dios, estar abiertos, como la Madre de Jesús, a cualquier sorpresa que el Señor nos presenta en la vida diaria.
Que la Virgen del Adviento nos inspire y nos ayude a ver y aceptar lo que El Señor nos pide; aunque trastorne por completo la vida de ciegos en la que nos hemos instalado.
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