Se le acercan unos saduceos, esos que niegan que haya resurrección, y le preguntan: Maestro…
La creencia en la resurrección de la carne era cosa relativamente reciente entre los judíos; no aparece, al menos aparentemente, en los libros de Moisés. Los grupos más conservadores, como los saduceos, no la aceptaban. Ellos son lo que se acercan ahora a Jesús con una pregunta con la que tratan de ridiculizar esa creencia. Será Jesús quien, al final del relato, pondrá en ridículo a los saduceos por su incapacidad para entender las Escrituras. Les dirá: ¿No habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob (Ex 3, 6)? No es un Dios de muertos, sino de vivos.
Cuando resuciten de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como ángeles en los cielos.
La vida física de este mundo está condicionada por unas limitaciones que desaparecerán en la vida espiritual del mundo futuro. ¿Cómo será esa vida? No lo sabemos. San Pablo nos dice: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman (1 Cor 2, 9).
No es un Dios de muertos, sino de vivos. Estáis en un gran error.
Quienes no creen en la resurrección de la carne, están en un gran error: no entienden las Escrituras ni el poder de Dios. La respuesta de Jesús es incomprensible para quien no cree en el Dios-Amor, Dios de vivos, que no puede dejar desaparecer en la nada a sus hijos a quienes, en su Hijo encarnado, ha amado hasta el extremo.
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