Subiendo a una de las barcas, la de Simón, le rogó que se alejara un poco de tierra; y, sentándose, enseñaba desde la barca a la muchedumbre.
Con el azul del cielo y la inmensidad del mar como fondo, contemplamos a Jesús sentado en la barca de Pedro, junto a la orilla. La muchedumbre, sentada sobre la arena. La escena, rebosante de belleza y paz, invita a dejar volar la imaginación. El Evangelista no dice qué enseñaba hoy Jesús. Eso queda para otros días. Hoy importa lo que hace, no lo que dice.
Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: Rema mar adentro, y echad las redes para la pesca.
Están agotados, malhumorados. Toda la noche bregando y no hemos pescado nada. Para aquellos expertos pescadores, las palabras de Jesús resultan absurdas. Para la razón y el sentido común humano, las cosas de Dios aparecen frecuentemente como ridículas: ¡Qué insondables sus decisiones, qué incomprensibles sus caminos! (Rm 11, 33). A pesar de todo, Pedro obedece: Ya que lo dices, echaré las redes. El éxito de la pesca no va a depender de la pericia de Pedro, sino de la palabra de Jesús. Evocamos sus palabras en la última cena: Sin mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5). Y la palabra nada quiere decir exactamente eso: ¡NADA! Claro que con Él lo podemos todo.
Al verlo, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús y dijo: ¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!
También otros han sido testigos del milagro. Pero solo a Pedro le ha sido dado percibir con mayor intensidad la poderosa fuerza de la luz de Jesús. Y no se ve digno de estar junto a Él. Pero Jesús le tranquiliza: No temas. Desde ahora vas a pescar hombres.
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