Por entonces sucedió que unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el rey de los judíos recién nacido? Vimos su estrella en el Oriente y venimos a rendirle homenaje.
Los pastores fueron los primeros en descubrir y visitar a Jesús, gracias a la gloria del Señor que los envolvió en su luz (Lc 2, 9). Ahora son unos magos los que descubren y visitan a Jesús, gracias a su estrella que vimos en el Oriente. En este fascinante relato, lo que importa es la simbología. Vienen de Oriente, son extranjeros, de otra cultura y de otra religión; ellos representan a toda la humanidad. Y tras el encuentro con Jesús, vuelven por otro camino, porque encontrar a Jesús significa cambiar de vida.
Vimos su estrella. Se cumple la profecía: Te hago luz de las naciones para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra (Is 49, 6). Pero el camino de los magos, como el de todo creyente, es largo. A veces la estrella desaparece y toca atravesar áridos desiertos. Otras veces encontramos oasis que invitan a instalarnos en una cómoda mediocridad.
Entraron en la casa; vieron al niño con su madre, María, y echándose por tierra le rindieron homenaje; abrieron sus cofres y le ofrecieron como dones oro, incienso y mirra.
¿Qué le ofrecemos nosotros hoy? ¿Y si se lo preguntamos a María y a José? Sin pronunciar palabra, nos dirán que no nos cansemos de contemplar el misterio del Niño-Dios en el pesebre; que así viviremos en permanente actitud de alabanza a Dios, disfrutando de su paz.
Como los magos, también nosotros debemos dejarnos instruir por el camino de la vida, marcado por las inevitables dificultades del viaje. No permitamos que los cansancios, las caídas y los fracasos nos empujen hacia el desaliento. Por el contrario, reconociéndolos con humildad, nos deben servir para avanzar hacia el Señor Jesús (Papa Francisco).