Llamó a los Doce y los fue enviando de dos en dos, confiriéndoles poder sobre los espíritus inmundos.
Están conviviendo con Él; han visto y oído muchas cosas. Aunque no están todavía suficientemente preparados, Jesús decide que ha llegado el momento de un primer ensayo. Seguramente la predicación sería bastante deficiente; llevaban poco tiempo con Jesús y no habían entendido ni su mensaje ni su persona. Predicarían más al estilo del Bautista que al estilo de Jesús, poniendo al hombre y sus obras, más que a Jesús, como punto de mira de la conversión. Pero Jesús, que no es un perfeccionista porque lo fía todo a la acción del Espíritu, los envía. Que el discípulo, el enviado, sea más o menos competente, más o menos digno, tiene una importancia muy relativa; el verdadero protagonista de la misión es el Espíritu. Contemplamos a este Jesús que asume con naturalidad las muchas deficiencias de sus enviados.
Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja.
Así, sin apoyos materiales. Fiándolo todo a la acción del Espíritu, el discípulo no pone su confianza en los medios de los que puede disponer, por muy eficaces que parezcan. A Jesús parece importarle más el cómo que en el contenido de la misión.
Salieron y recorrieron todas las aldeas anunciando por todas partes el mensaje de salvación y curando a los enfermos.
Anunciando y curando. Las cosas se hacen haciendo. Un autor actual dice que las mejores cosas de la vida se aprenden en gerundio, de manera continuada. Se aprende a amar, amando. Se aprende a creer, creyendo. Se aprende a seguir a Jesús, levantándose miles de veces de las caídas y tropiezos.
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