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06/04/2025 Domingo 5º de Cuaresma (Jn 8, 1-11)

  • Foto del escritor: Angel Santesteban
    Angel Santesteban
  • 5 abr
  • 2 Min. de lectura

Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado? Ella contestó: Nadie, Señor. Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más.

El domingo pasado vimos el encuentro de un mal hijo con su padre. Hoy vemos el encuentro de una mala mujer con Jesús. En ambos casos vemos que la miseria se encuentra cara a cara con la misericordia. Ambos casos ilustran bien la carta de Santiago cuando dice que la misericordia se ríe del juicio (St 2, 13). Jesús siempre encuentra caminos para liberar, transformar y salvar. Siempre. Aquella mujer, perdonada por Jesús, ya no verá con malos ojos a quienes le acusaron, porque verá en ellas las personas que le ayudaron a encontrar a Jesús y emprender una nueva vida.

La actitud comprensiva y tolerante de Jesús resultaba escandalosa para los judíos. Quizá también para nosotros. No es fácil aceptar un Dios tan comprensivo y tan magnánimo. De hecho, siempre ha habido en la Iglesia quienes han pretendido corregir el Evangelio con una mayor dosis de seriedad y austeridad.

El Papa Francisco dice: Ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona.

Contemplamos un momento a Jesús inclinado y escribiendo con el dedo en el suelo. ¿Qué captamos? Captamos que está muy contrariado ante aquellos escribas y fariseos que se creen mejores que la mujer. Escribe en el suelo para apaciguar su irritación. Y cuando les dice que el que esté sin pecado tire la primera piedra, consigue quedarse solo con la mujer.

Es sorprendente lo poco que afectan a Jesús algunos pecados que son muy serios para nosotros. Pero, ¡cuánto le afecta el pecado del orgullo, el de creernos mejores que otros! ¡Y qué sencillo le resulta perdonar de manera incondicional y gratuita!

Reflexionemos y oremos. Si no somos condenados, no condenemos. Y pidamos al Señor que con su mirada nos purifique y haga que nuestro corazón se vaya pareciendo al suyo.

 
 
 

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