Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos.
¿Seis días después de qué? Después de haber anunciado su pasión y muerte y haber establecido las condiciones del discipulado. Evidentemente, ellos no le entendieron. Y Pedro, que había intentado hacer entrar en razón a Jesús, tuvo que escuchar unas palabras muy duras: ¡Aléjate, Satanás! Quieres hacerme caer. Piensas como los hombres, no como Dios.
Ahora Jesús toma una decisión muy sorprendente. Se lleva consigo a lo alto de la montaña a los tres discípulos más cercanos para una experiencia que les ayude a afrontar lo anunciado. Pero, ¿por qué no ofreció la misma experiencia a los demás? Son cosas de Dios. Ser discípulo es ser creyente. Y ser creyente significa aceptarlo todo según su beneplácito, no según el nuestro. Santa Teresa dice que tenemos que dejar de buscar razones. Que si no lo entendemos, ¿para qué dar vueltas al asunto? Nos basta con aceptar que Él es Dios y que nosotros, por mucho que lo intentemos, no lograremos nunca entenderlo.
A nosotros, como a Pedro, Santiago y Juan, nos toca disfrutar de la experiencia de la montaña cuando Él nos la conceda. En la montaña se está muy bien. Pero la experiencia es breve. Jesús nos despierta, bajamos con Él de la montaña y emprendemos el camino de lo cotidiano, siempre con Él. Claro que si somos de los que han quedado sin subir a la montaña, le seguiremos siendo fieles y nos aplicaremos la última bienaventuranza: Dichosos los que no han visto y han creído (Jn 20, 29).
El Papa Francisco nos dice que la Transfiguración ayuda a comprender que la Pasión de Cristo es un misterio de sufrimiento, pero, sobre todo, un regalo de amor infinito por parte de Jesús.
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