Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo: Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios.
Es una escena entrañable, fácil para la imaginación y buena para la contemplación. Por una parte, las mamás con sus niños; por otra, Jesús con sus discípulos. Éstos consideran impropio que los niños molesten a Jesús y se enfadan con las mamás. Pero resulta que Jesús ve conveniente la distracción de los niños, y se enfada con los discípulos. Jesús quiere que aprendamos a acoger a los más pequeños; pequeños en todo sentido.
Quiere también que aprendamos a recibir el reino de Dios como niños, conscientes de nuestra pequeñez, recibiéndolo todo como puro regalo, sabiéndonos especialmente queridos cuanto más pequeños nos reconocemos.
El caso es que lo que hacían aquellos discípulos lo seguimos haciendo hoy. Nos tomamos todo lo de Jesús más en serio que el mismo Jesús. Suspiramos por una Iglesia de personas dignas y respetables, libre de gentes poco decentes o poco responsables. Esto nos pasa porque, como aquellos discípulos, no hemos captado todavía, por un lado, la insondable pequeñez de nuestra persona y, por otro lado, la insondable magnanimidad de la persona de Jesús. Y así es cómo llegamos a exhibir un fariseísmo fatuo, como el del fariseo de la parábola, y nos rasgamos las vestiduras ante los escándalos publicitados por los medios de comunicación.
Contemplando a este Jesús que abraza a los niños, nos preguntamos: ¿Dónde me veo yo? ¿Me veo como uno más de aquellos discípulos enfadados con aquellas mamás? ¿O me veo como uno de aquellos niños abrazados por Jesús? A esto último debemos aspirar.
El discípulo, dice el Papa Francisco, no solo debe servir a los pequeños, sino también ha de reconocerse pequeño él mismo; a menudo nos olvidamos de esto. En la prosperidad, en el bienestar, vivimos la ilusión de ser autosuficientes, de bastarnos a nosotros mismos, de no tener necesidad de Dios. Debemos buscar nuestra propia pequeñez y reconocerla. Ahí encontraremos a Jesús.
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