Cuando ofrezcas una comida o una cena, no invites a tus amigos o hermanos o parientes o a los vecinos ricos; porque ellos a su vez te invitarán y quedarás pagado.
El amor auténtico hace el bien sin mirar a quién, de forma desinteresada, sin esperar nada a cambio. Cuando hago el bien de forma interesada estoy siendo egoísta; no sé amar.
Puedo preguntarme cuánto hay de egoísmo en mis relaciones con Dios. Cuánto me busco a mí mismo: mi santidad, mi salvación, mi paz. Puedo preguntarme si me identifico con las palabras del poeta: No me tienes que dar porque te quiera, - pues aunque lo que espero no esperara, - lo mismo que te quiero te quisiera.
Puedo preguntarme si he asimilado las palabras de Pablo sobre el auténtico amor: El amor es servicial, no busca su interés, no toma en cuenta el mal. Todo lo excusa, todo lo espera, todo lo soporta (1 Cor 13, 4-7).
El gran desafío de nuestra vida es dejar atrás la manera de vivir la vida cristiana que aprendimos de niños; la gratuidad brillaba por su ausencia. Nos enseñaron una forma voluntarista, moralista, ascética de vivir lo cristiano, con el esfuerzo humano en primer plano; no florecían gratitudes o alabanzas. Estamos llamados a vivir el cristianismo del Evangelio, el de la gratuidad; es la joya más preciosa del cristianismo. Entonces sí que florecen gratitudes y alabanzas.
A quien quiere seguirlo, Jesús le pide amar a los que no lo merecen, sin esperar recompensa, para colmar los vacíos de amor que hay en los corazones, en las relaciones humanas, en las familias, en las comunidades, en el mundo (Papa Francisco).
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