Desde allà se dirigió al lago de Galilea, subió a un monte y se sentó.
Desde allÃ; desde la región pagana de Tiro y Sidón. Regresa, sin prisa, a su Galilea. En tierra pagana ha sanado a la hija de la Cananea; ahora, en su tierra, sana a todo el que se pone a su alcance: Acudió una gran multitud que traÃa cojos, lisiados, ciegos, mudos y otros muchos enfermos. Los colocaban a sus pies y Él los sanaba.
Contemplando a este Jesús que, sin hacer preguntas, sana a todos, evocamos la estupenda profecÃa de IsaÃas tan apropiada para este tiempo de Adviento: El Señor desnuda su santo brazo a la vista de todas las naciones y todos han visto la salvación de nuestro Dios (Is 52, 10).
Él ordenó a la gente que se sentara en el suelo.
Si los primeros compases del relato han sido lúgubres, debido a tantas miserias humanas, los compases finales son placenteros y festivos; todos han sido liberados de sus males y todos acaban contentos: Comieron todos hasta quedar satisfechos y con los restos llenaron siete cestos. ¡Bella imagen del pasado y del futuro de la humanidad!
Pero antes de llegar a este final feliz, el Señor pide a quienes hemos sido admitidos a su intimidad que colaboremos en la tarea de hacer llegar la plenitud de la vida a los demás: Tomó los siete panes y los pescados, dio gracias, partió el pan y se lo dio a los discÃpulos; éstos se los dieron a la multitud. Al concluir la EucaristÃa escuchamos: Podéis ir en paz. En ese momento comienza la tarea de sanar cojos y ciegos, fÃsicos o mentales, y de dar de comer a quienes tienen hambre de pan o de cercanÃa cordial.