Cuando se iba de allí, al pasar, vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado en el despacho de impuestos, y le dice: Sígueme. Él se levantó y le siguió.
No fue premeditado. Se le ocurrió en el momento. Pasaba por allí, vio al publicano Mateo y le llamó. Todo muy espontáneo. A veces uno tiene la impresión de que Jesús no se toma en serio su misión; que improvisa más que planifica. Poco antes, entre los gadarenos, cuando le piden que abandone su territorio, Él se marcha sin el mínimo reproche ni la mínima señal de contrariedad. Nos es necesario contemplar constantemente al Jesús de los Evangelios para hacer nuestro su talante llano y sereno.
Los fariseos dijeron a los discípulos: ¿Por qué vuestro maestro come con publicanos y pecadores?
Jesús ha dicho a Mateo: Sígueme. Y Mateo ni pide explicaciones ni pone objeciones. Aquello significó un cambio tan espectacular en la vida de Mateo, que quiso celebrarlo ofreciendo a todos sus amigos un banquete en su casa. Esto escandaliza a los piadosos fariseos. También a los discípulos les resultaría sorprendente, porque ¿un publicano, un pecador público, discípulo de Jesús? No han comprendido todavía que Jesús no llama a los capacitados, sino que capacita a los llamados.
Id a aprender lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificios. No vine a llamar a justos, sino a pecadores.
Si en las películas del oeste ganan los buenos y pierden los malos, en el Evangelio es al revés. Jesús se coloca del lado de los malos. Se siente a gusto y se sienta cómodo entre ellos. Ellos le ofrecen las mejores oportunidades para practicar su profesión: la misericordia. El pródigo descubre el corazón del padre antes que su hermano mayor.
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