Saliendo de allí Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón.
Sale de territorio judío para adentrarse en territorio pagano. ¿Asqueado quizá de la atmósfera legalista de su tierra? Porque acaba de enfrentarse a fariseos y escribas; les ha llamado hipócritas.
Una mujer cananea de la zona salió gritando: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija es atormentada por un demonio.
Jesús se hace el sordo. Los discípulos, molestos por los gritos de la mujer, le suplican: Señor, atiéndela, para que no siga gritando detrás de nosotros. Tampoco a ellos les hace caso. La fe necesita ser probada; como la del amigo importuno de la parábola, atendido no por su amistad, sino por su importunidad (Lc 11, 8).
Pero ella se acercó y se postró ante él diciendo: ¡Señor, ayúdame! Él respondió: No está bien quitar el pan a los hijos para echárselo a los perritos.
Muy grande el atrevimiento de aquella madre, decidida a todo. Se pone por delante y obliga a Jesús a detenerse. Tampoco se arruga ante la áspera respuesta de Jesús: Es verdad, Señor; pero también los perritos comen las migajas que caen de la mesa de sus dueños. Jesús se rinde: Mujer, ¡que fe tan grande tienes! Que se cumplan tus deseos.
En verdad, la fe, la fe-confianza, lo es todo y lo consigue todo. Y no va necesariamente unida a una vida moralmente correcta. ¿Quizá aquella mujer era madre soltera? Ni se lo plantea Jesús.
Con la confianza, el manantial de la gracia desborda en nuestras vidas, el Evangelio se hace carne en nosotros y nos convierte en canales de misericordia para los hermanos. Es la confianza la que nos lleva al Amor y así nos libera del temor (Papa Francisco).
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