Al verlo, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús y dijo: ¡Apártate de mí, Señor, que soy un pecador!
Jesús, nos dice el Evangelista Mateo, había salido de Nazaret y se había establecido en Cafarnaún (Mt 4, 13). Se alojaba en casa de Simón. Hace poco Jesús ha sanado a la suegra de Pedro que llevaba días en cama con mucha fiebre (Lc 4, 39). Pedro se considera buen amigo de Jesús, pero hasta el episodio del Evangelio de hoy, sigue perteneciendo al grueso de sus admiradores: aquellos que por más que escuchan, no comprenden y por más que miran, no ven (Mt 13, 14).
Mientras Jesús duerme, Pedro y sus compañeros han estado bregando toda la noche y no han pescado nada. Por la mañana se ha reunido una multitud a orillas del lago y Jesús se ha puesto a enseñarles sentado en la barca de Pedro. Acabada la prédica dice a Pedro: Boga lago adentro y echa las redes para pescar. Pedro, aunque escéptico, obedece: Y capturan tal cantidad de peces que reventaban las redes.
Pedro queda deslumbrado y cae a los pies de Jesús. El encuentro marca un antes y un después en la vida de Pedro. Habrá otros encuentros, significativos también, pero éste es el primero de ellos. Sin una experiencia semejante, el cristiano puede vivir convencido de ser buen amigo de Jesús, y de tenerle alojado en su casa, pero no tiene un conocimiento cabal de Él ni tiene capacidad para comprender y asumir su Evangelio. Con una experiencia semejante a la de Pedro, el cristiano comprende gozoso las palabras que Jesús pronuncia solamente para los oídos de los más privilegiados: ¡Dichosos los ojos que ven lo que veis! (Lc 10, 23).
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