Los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: Éste acoge a los pecadores y come con ellos.
Así introduce Lucas las parábolas de la misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo perdido. Cuando oramos con cualquiera de estas parábolas, no olvidemos el escenario; y entendamos que las tres parábolas van dirigidas a quienes se creen, o nos creemos, mejores que otros.
Jesús les dijo esta parábola: Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va a buscar la descarriada hasta que la encuentra?
Para la gente de bien, la conducta de Jesús resultaba provocadora por su cercanía a los rechazados de la sociedad. Jesús no presenta el rostro de un Dios irritado, sino el de un Dios compasivo que perdona antes del arrepentimiento.
Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros muy contento.
La oveja no se pude levantar por sí misma. Ni puede ofrecer la mínima colaboración al pastor que se le acerca; tampoco el pastor se la pide. La oveja se deja hacer. En verdad, el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar al que estaba perdido (Lc 19, 10). Dios no se tranquiliza con las noventa y nueve ovejas a buen recaudo; no encuentra sosiego mientras una sola esté perdida.
Y ahí arriba, entrando en calor sobre los hombros del pastor, es donde la oveja siente cómo su propio corazón comienza a latir al ritmo del corazón de su pastor. En verdad, el pastor siente en ese momento más alegría por la oveja perdida reencontrada que por las otras noventa y nueve que nunca se perdieron.
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