Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello.
Sentados a la mesa de la última cena, Jesús continúa despidiéndose horas antes de su pasión. Sabe que los discípulos no pueden comprenderle. Sabe también que sí llegarán a comprenderle, no por el cerebro, sino por el Espíritu. Y mientras no comprendemos tantas cosas, no las desechamos. Como la Madre, las guardamos en el corazón.
Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la Verdad completa.
Falta por explicar la lección más complicada: la de la cruz. Con ella los discípulos llegamos a la Verdad completa de un amor de Dios llevado hasta el extremo. Ahí radica el secreto de la santidad cristiana: en la certeza de sabernos infinitamente queridos.
Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros.
El Espíritu no dice nada nuevo que no haya dicho Jesús; solamente pone luz donde había oscuridad. Esa es la tarea que Jesús confía al Espíritu. Por eso que los discípulos necesitamos ampliar la capacidad de escucha en la oración a la luz de los Evangelios. Así es cómo el mensaje de Jesús no queda estancado en el siglo primero; o en el concilio de Trento. El mensaje de Jesús es actualizado permanentemente por el Espíritu. Donde no hay actualización, ni hay Espíritu ni hay Jesús.
Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho: Recibirá de lo mío y os lo explicará a vosotros.
Palabras que nos recuerdan las del padre del pródigo al hijo mayor: Todo lo mío es tuyo (Lc 15, 31). Y las de Juan de la Cruz: Todas las cosas son mías, porque Cristo es mío y todo para mí.
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