Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas.
¡Qué grande Pedro! ¡Cuánto cree y cuánto quiere a Jesús! Se atreve a proponer algo descabellado. Nos recuerda al Pedro de la última cena, cuando asegura que, aunque todos huyan, él no le abandonará. A Jesús le complace la propuesta de Pedro: ¡Ven! La actitud de Pedro le complace más que la de los demás discípulos que, con mucho sentido común, asisten asombrados al espectáculo sentados en la barca y bien agarrados a sus remos. Vemos cómo Jesús disfruta de cada uno de los momentos del episodio. Le encantaría que todos imitásemos a Pedro.
Viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: ¡Señor, sálvame!
¡Qué pobre Pedro! ¡Qué poco se conoce a sí mismo! Necesita un proceso de purificación. El proceso comienza ahora mismo, en el preciso momento en que comienza a hundirse. La noche del gallo, con sus lágrimas, será el momento más decisivo de ese proceso.
¡Qué sencillo vernos reflejados en los entusiasmos y en los fracasos de Pedro! Ver a Pedro caminando sobre las aguas es una bonita imagen de la vida. Mientras tenemos los ojos fijos en los de Jesús vamos seguros, pero cuando las turbulencias de la vida comienzan a distraernos, entonces nos hundimos.
Preguntémonos: ¿Tenemos, como Pedro, la valentía de dejar la seguridad de nuestra barquilla, de los sillones en que vivimos instalados? ¿O preferimos continuar aferrados a nuestras seguridades porque no acabamos de fiarnos de Él?
En ocasiones, dice el Papa Francisco, también nosotros atravesamos tempestades que nos revelan nuestra fragilidad, nuestra falta de fe. Pero ¿sabéis algo?; no estamos solos porque el Señor no nos abandona.
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