Le llevaron un hombre sordo y tartamudo y le suplicaban que impusiera las manos sobre él.
Le llevaron. Como llevaron aquellos cuatro amigos al paralítico (Mc 2, 3). Ni el paralítico entonces, ni el sordo ahora, son conscientes de lo que se les hace. No importa. Importa saber que nuestra fe puede producir milagros en quienes tenemos cerca.
Un hombre sordo y tartamudo. Un hombre privado de comunicación que encerrado en sí mismo. Es curioso que el ser humano nunca ha sufrido tanto de soledad y de aislamiento como en estos tiempos nuestros de tan espectaculares progresos en comunicación. ¿Qué podemos hacer para inmunizarnos ante semejante pandemia? Se puede hacer lo que hizo Jesús con el sordomudo:
Lo tomó, lo apartó de la gente y, a solas, le metió los dedos en los oídos.
Hay que saber apartarse de la gente. Aprender a distanciarnos de tanto ruido que ensordece e impide la escucha. Aprender a evitar tanta palabra que nos enmudece. Aprender a alejarnos de pantallas de todo tipo, creando espacios tranquilos en los que nos aplicamos a escuchar y a independizarnos de la tiranía de tanta verborrea insensata.
¿Qué más hace Jesús con el sordomudo? Le dice Effatá, ábrete. Y el sordomudo pudo hablar correctamente. Entendamos que para ser mínimamente sabios o sensatos necesitamos saber tomar distancias de nuestro minúsculo entorno para abrirnos a horizontes más amplios. ¿Cómo se hace eso? Reservando cada día unos minutos para el silencio. Que sea un silencio iluminado con la Palabra de Dios. Quien no lo hace es sordo y mudo. Sin columna vertebral propia, títere de quienes manejan los medios de comunicación.
El Papa Francisco comenta: Atrapados por las prisas, por mil cosas que decir y hacer, no encontramos tiempo para detenernos a escuchar a quien nos habla. Corremos el riesgo de volvernos impermeables a todo. Preguntémonos: ¿cómo va mi escucha? ¿Me dejo tocar por la vida de las personas, sé dedicar tiempo a los que están cerca de mí para escuchar?
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