Era un propietario que plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar y edificó una torre; la arrendó a unos labradores y se ausentó.
Evidentemente, aquellos labradores que tuvieron la osadía de apropiarse de la viña representaban a las autoridades religiosas de entonces. Pero la parábola, como toda Palabra de Dios, tiene validez para nosotros hoy. De hecho, es muy elocuente, tanto a nivel social como a nivel personal.
A nivel social, nos ayuda a denunciar la mentalidad de nuestro tiempo que proclama que mi cuerpo y mi vida son cosa mía, y que puedo hacer con ellos como me plazca; y que basta con no meterme con nadie. Es algo de lo que nos contagiamos fácilmente. También las personas piadosas cuando cumplen con sus devociones olvidando a los prójimos; algo absolutamente contrario al mensaje de Jesús que nos dice que no hacer el bien a los demás, es hacer el mal.
A nivel personal, nos ayuda a detectar que, condicionados por la mentalidad del mundo, es posible organizar la propia vida al margen de los prójimos. Y esto, mientras vivimos ocupados en la práctica virtudes y en alcanzar la santidad. Nos pensamos árboles sanos, cuando no tenemos los frutos que Él espera de nosotros. El fruto fundamental, el de cumplir su mandamiento: Este es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nuestras prácticas religiosas pueden acallar las voces de Dios que me invitan a vivir menos centrado en lo mío para vivir más centrado en los demás.
La parábola de los viñadores malvados adquiere luminosidad al final: El Reino de los cielos será dado a un pueblo que pague sus frutos. A pesar de nuestras infidelidades, y porque Dios no puede dejar de ser fiel a sí mismo, daremos frutos; no serán nuestros, sino suyos. Así lo ve san Pablo: Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la plenitud y reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz los seres de la tierra y de los cielos (Col 1, 13, 20).
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