¿No habéis leído lo que hizo David con sus compañeros cuando estaban hambrientos?
Es una estampa que se repite con frecuencia a lo largo de los Evangelio: la de Jesús enfrentado a los judíos más observantes. Pertenecían al colectivo de los fariseos. El colectivo no existe hoy en día, pero sí el espíritu fariseo que perdura con frecuencia entre los más piadosos. A veces vemos a Jesús dando claras muestras de exasperación, al constatar que los malos acogen su mensaje mejor que los buenos. Entre precepto y necesidad, el fariseo escoge el precepto; entre rigidez y misericordia, la rigidez. El fariseo separa drásticamente lo sagrado de lo profano; no acepta que los días y las personas son todas sagradas.
El espíritu fariseo continúa presente. Por ejemplo, vemos perplejos cómo muchos jóvenes cristianos se enrolan en movimientos eclesiales de marcado sabor fariseo; llegamos a preguntamos si no estaremos haciendo algo mal al vernos arrinconados. ¿Quizá pensamos que sería bueno acomodar el Evangelio a los gustos de la juventud? Pero, no; Jesús no intentó acomodo alguno, ni ante los fariseos ni ante aquel joven que buscaba un Evangelio a su medida (Mt 19, 22). Sin conocer el Evangelio, se pretende corregirlo y mejorarlo.
El Hijo del Hombre es señor del sábado.
Señor del sábado y de los mandamientos. El primero, el del amor. Nos cuesta practicarlo; nos cuesta incluso entenderlo. Con frecuencia lo encubrimos debajo de otros preceptos. Para Jesús, lo primero son las personas, luego Dios. También a santa Teresita le costó entenderlo; al final de su vida escribe: Dios me ha concedido la gracia de comprender lo que es la caridad. Es cierto que también antes la comprendía, pero de manera imperfecta, porque me dedicaba sobre todo a amar a Dios.
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