Otro sábado entró Jesús en la sinagoga y se puso a enseñar. Había allí un hombre que tenía la mano derecha atrofiada.
Uno queda con la impresión de que aquel hombre tenía todo su espíritu atrofiado. Ha perdido toda capacidad de iniciativa y vive resignado a su suerte. Ni siquiera al final, una vez curado, muestra ninguna señal de agradecimiento hacia Jesús.
Por su parte, Jesús busca la confrontación. Se ha enfrentado a los fariseos en casa de Leví (Lc 5, 31) para luego discutir sobre el ayuno (Lc 5, 34). Hemos asistido también al episodio de las espigas arrancadas en sábado (Lc 6, 5). Ahora Jesús, un sábado, cura en la sinagoga al hombre de la mano atrofiada: Extiende la mano. Él lo hizo y quedó restablecida su mano.
No era un caso de vida o muerte; Jesús podía haber esperado muy bien hasta el día siguiente. Pero no espera; quiere poner en evidencia la perversidad de la piedad farisea que entroniza la ley para convertirla en instrumento de opresión contra el hombre. Jesús comienza su ofensiva ordenando al hombre de la mano atrofiada: Levántate y ponte ahí en medio. El hombre en el medio, ocupando el centro del templo.
El espíritu fariseo de todos los tiempos encuentra normal separar la gloria de Dios del bien del hombre. No es capaz de unir las dos cosas: La gloria de Dios es la vida del hombre (San Ireneo). El espíritu fariseo ha hecho del sábado, don de Dios para descanso del hombre, un fatigoso precepto.
La razón de ser de la vida y de la misión de Jesús y, por tanto, de quienes seguimos sus pasos, es el bienestar del hombre.
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