Después salió de la sinagoga y con Santiago y Juan se dirigió a casa de Simón y Andrés.
Como todos los sábados, también hoy ha acudido a la sinagoga donde ha enseñado y donde ha liberado a un hombre de un espíritu inmundo. Concluida la celebración litúrgica, y acompañado por los hermanos Santiago y Juan, acude a la casa de los hermanos Simón y Andrés; ellos han puesto su casa a disposición de Jesús.
Él se acercó a ella, la tomó de la mano y la levantó. Se le fue la fiebre y se puso a servirles.
Solemos encontrar a Jesús recorriendo caminos y aldeas. Pero también le vemos hablando y actuando en la casa; hoy, en la de Pedro. La casa es el espacio propicio para manifestar el amor en el servicio. Cuando en la casa, en la comunidad, Jesús nos libera de las fiebres que nos mantienen encamados e incapacitados para el servicio, entonces podemos levantarnos y servir, como la suegra de Pedro.
Al atardecer, a la puesta del sol, le trajeron todos los enfermos y endemoniados. Jesús muestra una predilección particular por quienes están heridos en el cuerpo y en el espíritu: pobres, pecadores, endemoniados, enfermos, marginados. Así, Él se revela médico, tanto de almas como de cuerpos, buen samaritano del hombre (Papa Francisco).
Vámonos de aquí a las aldeas vecinas, para predicar también allí, pues para eso he salido.
Para eso he salido. Salí del Padre y he venido al mundo (Jn 16, 28). Si le acompañamos y nos vamos con Él, aprenderemos a vivir descentrados de nosotros mismos para vivir centrados con Él en el Padre. Evitaremos vivir encerrados e instalados en unos tiempos y en unos espacios, siempre abiertos a nuevos horizontes.
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