Cuando una mujer va a dar a luz, está triste porque le llega su hora. Pero cuando da a luz a la criatura, no se acuerda de la angustia.
La imagen es bien conocida en el Antiguo Testamento: designa las aflicciones que el pueblo de Israel sufrirá antes de conocer los gloriosos tiempos mesiánicos. También Jesús la usa, pero la refiere a cada uno de nosotros: Así vosotros ahora estáis tristes; pero os volveré a visitar y os llenaréis de alegría, y nadie os la quitará. En otro momento, pensando en las cruces que a todos nos toca sufrir, había dicho: Todo eso es el comienzo de los dolores de parto (Mt 24, 8).
Los malestares del embarazo y los dolores del parto van tejiendo un fuerte vínculo de amor entre madre e hijo; el más fuerte de los vínculos entre dos seres humanos. Es tan misterioso como real el vínculo que se da entre sufrimiento y amor. Jesús así lo dijo y así lo practicó: Nadie tiene mayor amor que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13). Precisamente ahí, en ese torbellino hecho de sufrimiento y amor, es donde el ser humano alcanza su más profunda vivencia de plenitud.
Hablando el idioma del espíritu, hay que decir que a todos nos toca sufrir los dolores del parto. En el parto sufren los dos, la mujer y el niño. A nosotros nos toca sufrir para nacer de nuevo; de lo contrario no entramos en el Reino de Dios (Jn 3, 3). Según Pablo, la creación entera gime sufriendo dolores de parto. También nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo (Rm 8, 22-23).
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