Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: Dichosos los pobres de corazón, porque el reinado de Dios les pertenece.
Son las Bienaventuranzas. Jesús las proclama desde el monte, como Dios proclamó desde el monte los diez mandamientos. Pero, mientras los mandamientos del Sinaí son fácilmente asumibles para la razón o el sentido común, las Bienaventuranzas quedan fuera de nuestra capacidad racional. Además, las Bienaventuranzas no apuntan a un futuro feliz, sino aun presente de plenitud. Son una revelación del modo de ser de Dios y de sus preferencias. No es fácil adherirse a ellas; si no hubieran salido de la boca de Jesús, nos parecerían una broma de mal gusto.
Las Bienaventuranzas no son una exaltación de la desgracia, de la miseria, de las lágrimas. Son una glorificación de la felicidad en que nos instala la confianza en Dios; como la felicidad de los niños que confían plenamente en sus papás. Para asimilar las Bienaventuranzas y ser felices, es bueno leerlas o escucharlas con la imagen de Jesús ante los ojos; el Jesús de Belén, el del Calvario, el que pasó por este mundo haciendo el bien… Nadie es tan feliz como un cristiano auténtico (Pascal).
De todos modos, orando las Bienaventuranzas es como llegamos a descubrir su sabiduría. Llegamos a entender que la mejor manera de vivir la vida es desde la confianza y el amor. Desde el amor vivimos la entrega y el olvido propio, como unos papás con su criatura; y así somos felices.
Dios elige caminos difíciles de comprender: por ejemplo, el de nuestros propios límites y derrotas. Pero es ahí donde manifiesta la fuerza de su salvación y nos concede la verdadera alegría (Papa Francisco).
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