Os digo que si no se levanta a dárselo por amistad, se levantará por su importunidad y le dará cuanto necesita.
Es la parábola del amigo importuno que nos hace recordar la de aquella viuda que, con su importunidad, consiguió lo que quiso de aquel juez inicuo (Lc 18). Jesús nos sorprende con sus ideas aparentemente irreverentes de Dios; ¡le compara a un juez irresponsable! Hoy se atreve a compararle con nosotros mismos, con lo malos que somos: Si vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes lo pidan!
Jesús pretende que nuestra confianza en Dios sea tan absoluta como la suya. Habla de pedir, de buscar y de llamar, pero no dice qué pedir, o qué buscar, o por qué llamar. ¿Por qué? Porque lo que importa es la actitud. Debe ser como la del niño que, por ser niño, no tiene nada ni puede conseguir nada, pero que, por ser hijo, lo tiene todo y lo consigue todo. Una actitud mezcla de absoluta necesidad y de absoluta plenitud. Una actitud que San Pablo resume así: Perseverad en la oración, velando y dando gracias (Col 4, 2). San Juan de la Cruz la describe así: ¡Todas las cosas son mías y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí (San Juan de la Cruz).
Dará el Espíritu Santo a quienes lo pidan. Es lo más grande que podemos recibir, aunque esto resulta comprensible solamente para el verdadero creyente, porque el Espíritu atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios. Si somos hijos, también somos herederos (Rm 8, 16).
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