Os aseguro, de los nacidos de mujer no ha surgido aún alguien mayor que Juan el Bautista. Y sin embargo, el último en el reino de Dios es mayor que él.
La historia del pueblo de Israel, como la historia del mundo entero, tiene su epicentro en Jesús. Desde Adán, pasando por los profetas y concluyendo con el Bautista, todo ha ido anunciando la maravillosa nueva realidad. Hasta Jesús, nadie tan grande como el Bautista, bisagra entre los viejos y los nuevos tiempos.
Claro está que la maravilla de los nuevos tiempos es tal, que resulta inasequible incluso para el mayor de los nacidos de mujer hasta entonces. Él piensa y predica que Dios viene a pedir cuentas: Recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga (Mt 3, 12). La santidad del Bautista, de fuertes expresiones externas, impacta más que la de Jesús. Lo de Jesús es distinto. Lo suyo es perdonar y salvar gratuitamente. También Jesús pide conversión; pero es una conversión no de obras, sino de fe. Por eso que el último de los que creen en Jesús, es más grande que el Bautista. Todo cristiano debe, en algún momento, dar el salto de la santidad estilo Bautista, centrada en uno mismo, al estilo de santidad de Jesús, centrada en Dios y en los prójimos.
La predicación del Bautista y la de Jesús fueron distintas. La del Bautista fue de tipo penitencial; la de Jesús de comensalidad abierta. El profetismo de Jesús estuvo marcado por la señal de la fiesta y la alegría, aunque tuviera que atravesar noches oscuras como la de la Pascua. Pero ambos sufrieron violencia porque los profetas resultan siempre incómodos para el sistema dominante (Papa Francisco).
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