Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: Si quieres, puedes limpiarme.
Si quieres. Al leproso no le cabe la menor duda de que Jesús puede limpiarle. Para él, como para Pablo, Jesús es Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo que podemos pedir o pensar (Ef 3, 20). Pero, ¿lo querrá? El leproso se acerca con su sencilla y humilde súplica; sin urgencias, sin exigencias, dispuesto a continuar leproso si Jesús así lo decide.
Si quieres. Pero, ¿cómo no va a querer? Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestro hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que se las pidan! (Mt 7, 11).
Puedes limpiarme. ¿De qué lepras me gustaría verme limpio? ¿Qué cosas de mi vida querría eliminar o corregir? ¿O quizá el Señor me está pidiendo que aprenda a convivir con ellas, como el trigo con la cizaña? ¿Quizá el Señor prefiere que, como Pablo, aprenda a amar mis impotencias? Con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo (2 Cor 12, 9).
La ley prohibía el contacto con los leprosos. Por otra parte, tampoco era imprescindible que Jesús tocase al leproso; podía haberle limpiado a distancia; lo ha hecho en otras ocasiones. Pero Jesús toca al leproso: Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo: Quiero, queda limpio. No toma distancia de seguridad y no actúa delegando, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y precisamente así nuestro mal se convierte en el lugar del contacto (Papa Francisco).
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