Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces podrás ver para sacar la brizna que hay en el ojo de tu hermano.
Solemos asociar lo de hipócrita con lo de fariseo. Pero aquí Jesús se dirige a sus discípulos; a nosotros. Hipócrita: aunque es una palabra muy dura, no debemos esquivarla. Todos tenemos una fuerte tendencia a convertirnos en jueces rigurosos de los demás. Todos somos expertos en ver los defectos ajenos mejor que los propios: intransigentes con las debilidades de los demás y muy tolerantes con las nuestras (Papa Francisco).
En el Evangelio de ayer nos decía Jesús que debemos llegar amar a nuestros enemigos y aspirar a ser misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso. El mejor conocimiento propio es el de quien tiene un mejor conocimiento de Jesús. Si estamos en ello, seremos conscientes de nuestras debilidades, y seremos más comprensivos, más misericordiosos, más tolerantes. Actuaremos como actuaba Él. Tendremos, como escribe San Pablo, los mismos sentimientos que Cristo. Y no actuaremos movidos por la ambición o la vanagloria, sino por la humildad, considerando a los demás como superiores a nosotros (Flp 2, 3-7). Cuando hay un mínimo de verdadera sabiduría en la vida, resulta patéticamente ridículo el creerse algo; no digamos el creernos mejores que otros.
Esto es tan válido para el cristiano como para la cristiandad. El divorcio entre iglesia-institución y Evangelio llegó cuando la cristiandad creyó mejor sustituir el amor por la espada, el perdón por la inquisición y la opción de los pobres por el poder y las riquezas. Todavía estamos pagando las consecuencias. Necesitamos aplicarnos las palabras de san Pablo: Cristo no me envió a bautizar, sino a predicar el Evangelio (1 Cor 1, 17).
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