Es inevitable que haya escándalos; pero, ¡ay del que los provoca!
Es inevitable que yo mismo sea ocasión de escándalo, quizá sin ser consciente de ello. Como es inevitable que yo mismo me escandalice. Aquel ciego de Jericó debió escandalizarse cuando los más cercanos a Jesús le gritaban para que se callase. Pero cuando Jesús lo llama, y lo llama recurriendo a quienes le habían escandalizado, supera sus resquemores, hace caso a quienes ahora le animan, y recobra la visión. En verdad, los escándalos son inevitables. Ni podemos ser perfectos, ni debemos añorar una convivencia angelical.
Si siete veces al día te ofende tu hermano y siete veces vuelve a ti diciendo que se arrepiente, perdónale.
Jesús nos pide perdonar siempre. ¿Por qué? Porque, como dice el Papa Francisco, yo he sido perdonado. El primer perdonado en mi vida soy yo. Por eso, no tengo derecho a no perdonar. El perdón es cimiento básico de toda convivencia. No es posible convivir sin aceptarnos como somos, con nuestros defectos y limitaciones, como no es bueno soñar con una comunidad de perfectos. Si no nos resulta fácil perdonar, tengamos claro que al perdón se llega de la mano de la fe-confianza hecha oración.
Si tuvierais fe como una semilla de mostaza, diríais a esta morera: Arráncate de raíz y plántate en el mar, y os obedecería.
Grande, muy grande, es la fe necesaria para cambiar un árbol de lugar o para mover montañas. Grande, muy grande, es la fe necesaria para cambiarme a mí mismo y hacerme comprensivo y afable con mis prójimos. La fe no limpia de cizaña el campo propio o ajeno, pero me proporciona la habilidad y la elegancia para convivir con todo tipo de cizañas.
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