Unos hombres que llevaban en una camilla a un paralítico, intentaban meterlo y colocarlo delante de Jesús.
Como en el caso del ciego de Jericó (Mc 10, 48), o en el caso de Zaqueo (Lc 19, 3), también estos hombres encuentran en la gente que rodea a Jesús un gran obstáculo para acercarse a Él. Pero, animándose unos a otros, deciden llevar a cabo lo que se proponen, cueste lo que cueste. Tienen fe en Jesús. Y tienen eso que Teresa de Ávila dice que tanto importa: la determinada determinación de no parar hasta conseguir lo que se proponen, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino. Y así logran que su amigo paralítico disfrute de una buena vida. Todos estamos llamados a ser intercesores, como María en Caná o los discípulos ante la suegra de Pedro.
El pobre paralítico, aparentemente pasivo e inútil, no lo es tanto, porque tiene una actitud muy positiva: se fía de sus amigos y se abandona en sus manos. Se dice que dejarse ayudar es más difícil que ayudar.
Levántate. Ponte en pie. Sé tú mismo. Quiérete como Dios te quiere. Toma tu camilla. La nueva vida no exige deshacerse de la camilla. Al contrario, exige incorporarla a la nueva realidad y se convierte en motivo de agradecimiento y alabanza. Así hizo el Resucitado con las llagas de la pasión. Las viejas camillas o antiguas llagas, sirven para comunicar vida a quien malvive paralizado en una camilla, como hizo Jesús con Tomás. Vete a tu casa. A la casa del Padre; gozosamente acompañados de quienes han intercedido por nosotros y de aquellos por quienes hemos intercedido.