Llegaron unos trayendo a un paralítico entre cuatro; y como no lograban acercárselo por el gentío, levantaron el techo encima de donde estaba Jesús.
Lo primero que sorprende en esta escena es el arrojo, la audacia, el ingenio de los cuatro amigos del paralítico. Nada les impedirá acercar a su amigo a Jesús. Nos hacen evocar las palabras de Teresa sobre la muy grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar allí, venga lo que viniere.
La segunda sorpresa es la reacción de Jesús, tan inmediata como imprevista, al ver ante sí a aquel hombre postrado en una camilla: Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdonados. Con razón se escandalizan unos letrados que estaban allí sentados: ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios? Conocen el oráculo del profeta: Aunque vuestros pecados sean como púrpura, blanquearán como la nieve (Is 1, 18). Jesús hace suya este poder de Dios. Su vida entera demuestra que no hay pecado que agote el perdón divino. Esa es su misión; así se lo dijo el ángel del Señor a José: Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados (Mt 1, 21).
Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.
La camilla es un elemento importante en la vida de todos; también en la de Jesús. El cuerpo del Resucitado conserva frescas las llagas de la pasión. Tampoco el paralítico, tampoco nosotros, debemos descartar de nuestras vidas lo que en el pasado fue motivo de sufrimiento o de sonrojo.
El bueno del paralítico conservará en su casa como un trofeo aquella grasienta camilla. Le ayudará a vivir agradecido, y con ella infundirá esperanza en quienes viven postrados en sus camillas.
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