Después de hablarles, ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Para los Evangelios, la Ascensión, junto con la Resurrección y Pentecostés, es uno de los aspectos de la glorificación de Jesús, ya que todo tiene lugar el mismo día de la Resurrección. Es el libro de los Hechos de los Apóstoles el que proporciona a esta realidad sobrenatural, las dimensiones naturales de espacio y tiempo. Nos dice, como hemos escuchado en la primera lectura, que cuarenta días después de la Resurrección, Jesús se elevó en su presencia y una nube se lo quitó de la vista (Hechos 1, 9).
Hoy celebramos la plenitud de la Vida; celebramos a Jesús, libre de las limitaciones del tiempo y del espacio. Su humanidad ha alcanzado su plenitud. La Ascensión no es una despedida, porque Él está siempre con nosotros, hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Siempre presente, aunque no para los sentidos. Inspirados por el Espíritu, mientras contemplamos al Resucitado ascendido al cielo, pedimos al Padre, con las palabras de san Pablo de la segunda lectura, que ilumine los ojos de la mente para apreciar la esperanza a la que os llama, la espléndida riqueza de la herencia que promete a los consagrados y la grandeza extraordinaria de su poder a favor de nosotros los creyentes (Ef 1, 18). No hemos sido creados para hundirnos, arrastrados por la ley de la gravedad; hemos sido creados para elevarnos, levantados por quien nos ha salvado con su muerte y Resurrección.
Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?
María Magdalena, que habría preferido quedarse con su querido Jesús, escucha esta orden: Suéltame…Vete a mis hermanos (Jn 20, 17). El grupo de discípulos, que habría preferido quedarse mirando al cielo, escucha la misma orden: ¿qué hacéis ahí plantados?
Esta fiesta de la Ascensión nos invita a vivir en el cielo; el cielo que está aquí abajo, donde está Él. Esta fiesta de la Ascensión nos invita a emprender la misión encomendada a todos nosotros: la de hacer de esta tierra un cielo, yendo por la vida, como Él, haciendo el bien.
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