No creáis que he venido a abolir la ley y los profetas: no he venido a abolir sino a dar plenitud.
Las autoridades religiosas judías se distinguían por el cumplimiento escrupuloso de la ley. También entre nosotros es posible encontrar hoy esta manera tan engañosa de practicar la religión. Sucede, por ejemplo, cuando, en nombre de la ley, hacemos daño a los prójimos. Sucede también cuando nos encontramos más cómodos siendo fieles a las normas que cultivando la intimidad con el Señor en la interioridad. Seis siglos antes de Jesús, el profeta Ezequiel había denunciado la religiosidad de la ley para anunciar la religiosidad del amor: Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un corazón nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne (Ez 36, 26).
Jesús no vive centrado en la ley, pero tampoco la desprecia. Lo que hace es llevarla a su mayor radicalidad, ya que el amor incondicional que Él vive y propone desborda toda ley. Todo esto nos hace evocar las palabras de Jesús a la Samaritana: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y en Verdad (Jn 4, 23).
Desde la religiosidad del amor se entienden mejor las últimas palabras del Evangelio de hoy: El que traspase uno de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más pequeño en el Reino de los Cielos. Santa Teresita comentaría: Las obras deslumbrantes me están prohibidas. Para dar prueba de mi amor no tengo otro medio que el de no dejar escapar ningún pequeño sacrificio, ninguna mirada, ninguna palabra; de aprovechar las más pequeñas acciones y hacerlas por amor.
Comments