Llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos, para expulsarlos y para sanar toda clase de enfermedades y dolencias.
Jesús además de tener poder sobre toda clase de espíritus inmundos y de dolencias, tiene poder para transmitir ese poder a sus discípulos. Sus discípulos somos todos los que creemos en Él: Quien cree en mí hará las obras que yo hago, e incluso otras mayores (Jn 14, 12). Grande, muy grande es nuestra misión. Consiste en ir y proclamar que el reino de los cielos está cerca; consiste en atestiguar con la vida y con la palabra el Evangelio del Reino; consiste en recuperar a las personas rotas o heridas llevándolas a disfrutar de la vida en abundancia que Él nos trae.
Sabemos de las ambiciones y cobardías de aquellos primeros discípulos. No eran ni mejores ni peores que nosotros. ¿Quizá más torpes que nosotros? Porque tardaron muchísimo en entender el mensaje de Jesús y tuvieron intervenciones patéticamente equivocadas. Pero el Señor les quería tal como eran; tal como nos quiere a nosotros. Y a todos nos pide llevar a cabo nuestra misión en el entorno en el que nos movemos: Id a las ovejas descarriadas de Israel. Así que no tengamos reparo en añadir nuestros nombres a los doce nombres de los apóstoles.
Quienes nos decimos cristianos estamos llamados a irradiar el amor de Dios. Porque Dios nos ama a todos más de lo que podemos imaginar o soñar. Es suficiente vivir intensamente esta realidad para irradiar Evangelio y para tener poder sobre todos los espíritus inmundos y para sanar toda clase de dolencias. La vivencia intensa del amor de Dios nos lleva lógicamente a vivir la fraternidad universal.
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