¿Acaso el amo tiene que dar gracias al siervo porque hizo lo que le mandaron?
Es cierto. A un siervo le corresponde servir, sin esperar reconocimientos. Pero nosotros no somos siervos, sino amigos: No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer (Jn 15, 15). Es más; ¡somos hijos!: Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1 Jn 3, 1). Por eso, sin mérito alguno por nuestra parte, el Señor se arrodilla ante nosotros para purificarnos de nuestras inmundicias.
Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho cuanto os han mandado, decid: Somos siervos inútiles, solo hemos cumplido nuestro deber.
¡Cuánto cuesta al ego humano asimilar estas palabras! Por eso soñamos torpemente con reconocimientos sociales y gratificaciones personales. ¡Cuánto nos cuesta eliminar de la vida la meritocracia! Por eso seguimos empeñados en ganarnos a pulso el cielo. Somos víctimas de la meritocracia cuando nos creemos mejores que otros y con derechos ante Dios. Dos personas que se quieren no hablan de obligaciones o derechos; el amor lo abraza todo.
En la infinita galaxia del Dios-Amor en que todos estamos inmersos, no hay lugar para deudas de Dios con nosotros, ni nuestras con Dios. En esa infinita galaxia nada se debe, nada se merece; todo es gratuito. No nos desanimemos si nos vemos en la periferia de esa galaxia. El Señor, tan comprensivo y paciente con sus primeros discípulos, lo sigue siendo hoy. Sonríe cuando me ve con calculadora en mano; sonríe y espera a que llegue el momento en que su Espíritu me lleve hasta el epicentro de su galaxia.
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