Ahora sabemos que lo sabes todo y que no hace falta que nadie te pregunte; por eso creemos que vienes de Dios.
Jesús ha conseguido levantar los ánimos de los discípulos; les vemos eufóricos. Ahora creen entender perfectamente a Jesús; están convencidos de que le serán fieles, pase lo que pase. Pero Jesús les invita a no confiar en los sentimientos: ¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. No es un reproche; es la realidad. La realidad de que la lealtad del discípulo es frágil, mientras la del Maestro es inquebrantable. Porque Él sigue y seguirá queriéndonos, y sigue y seguirá confiando en nosotros, pase lo que pase. Aprendamos de Él a perdonar y a confiar, aunque quienes tenemos cerca sean poco fiables.
Nos toca a todos vivir momentos de luz y momentos de sombra. Los viviremos en la firmeza de una fe más fuerte que los sentimientos; una fe que es certeza de que Él nunca nos abandona, pase lo que pase. Nada ni nadie podrá separarnos de su amor (Rm 8, 38-39). Así que no importa lo que sintamos. Y así encontramos la paz, su paz: Él es nuestra paz (Ef 2, 4).
Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo.
No nos promete una vida idílica. Nos ha dicho poco antes, siempre en la sobremesa de la última cena: no es el siervo más que su amo (Jn 13, 16). Tampoco es como para vivir apesadumbrados; sabemos que nuestras luchas acaban en victoria: ¡Ánimo! Yo he vencido al mundo.
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