No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo.
Porque somos creyentes, porque creemos en el amor ilimitado de Dios manifestado sobre todo en la cruz de Jesús, porque estamos convencidos de estar en las mejores manos, porque sabemos que el camino a recorrer es el mismo que Él recorrió, las persecuciones y las pruebas no nos pueden quitar la paz. Valemos más que muchos pajarillos, y hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados.
No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse.
¡No tengáis miedo! Lo repite hasta tres veces. Es que el miedo puede arruinar una vida, mientras que la fe llena esa vida de luz, de confianza, de libertad. En Él vivimos, nos movemos y existimos, y, como dice el salmo, aunque camine por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo (Salmo 23, 4). ¿Qué miedos ensombrecen mi vida? ¿Qué íntimos secretos temería que se hiciesen públicos? ¿De qué oscuros recovecos de mi personalidad me avergüenzo? Nada hay encubierto que no haya de ser descubierto.
Es un ejercicio de oración bueno y saludable acostumbrarnos a ponernos ante Él con brazos y corazón abiertos, entendiendo que somos perfectamente transparentes para Él, y entendiendo que, a pesar de nuestras miserias y vergüenzas, Él nos mira con cariño… ¿O quizá nos mira con cariño no a pesar, sino gracias a nuestras miserias y vergüenzas? Si ponemos esto en práctica acabaremos proclamando con san Pablo: Con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo (2 Cor 12, 9).
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