Inmediatamente obligó a los discípulos a subir a la barca y a ir por delante de Él a la otra orilla, mientras Él despedía a la gente.
Todos estamos familiarizados con la imagen de la Iglesia como barquilla zarandeada por vendavales y oleajes. A veces, a los que en ella viajamos, nos entra el miedo, y nos sentimos solos, y arriamos las velas. El miedo nos hace vivir a la defensiva y vemos enemigos incluso donde no los hay: Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma.
El Papa Francisco dice: La barca a merced de la tormenta es la imagen de la Iglesia que en todas las épocas encuentra vientos contrarios. En esas situaciones, puede tener la tentación de pensar que Dios la ha abandonado. Pero en realidad es precisamente en esos momentos que resplandece más el testimonio de la fe, del amor y de la esperanza.
¿Cómo reaccionamos ante las tempestades de nuestros días? ¿Con puertas y ventanas cerradas como antes de Pentecostés, o con puertas y ventanas abiertas como después de Pentecostés? ¿Continuamos agarrados a los remos o, como Pedro, nos lanzamos al agua confiando en el Señor?
Pedro saltó de la barca y comenzó a caminar por el agua acercándose a Jesús.
Contemplamos a Pedro que salta de la barca, que da los primeros pasos sobre el agua los ojos fijos en los de Jesús, que no titubea… Pero la distancia es larga y la violencia de los elementos hace que comience a vacilar. Y comienza a hundirse. ¡Qué sencillo identificarnos con Pedro en algunos momentos de la vida!
¡Señor, sálvame! Al punto Jesús extendió la mano, lo sostuvo y le dijo: ¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?
Nos hundimos cuando dejamos de mirar al Señor; quizá por mirarnos a nosotros mismos, quizá por mirar a nuestro alrededor. Bien dice santa Teresa: Siendo yo sierva de este Señor y Rey, ¿por qué no he de tener fortaleza para combatirme con todo el infierno?
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