Al entrar en una aldea, le salieron al encuentro diez leprosos, que se pararon a distancia y, alzando la voz, dijeron: Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros.
Una aldea situada en los límites entre Galilea y Samaría. Por eso que entre los diez leprosos, hay judíos y samaritanos. La desgracia común consigue una convivencia impensable en circunstancias normales.
Al verlos, les dijo: Id a presentaros a los sacerdotes.
¡Admirable la fe de aquellos hombres! Obedecen y se ponen en camino aunque no ven ninguna mejoría en sus repelentes úlceras. Como dirá Jesús al samaritano que se volvió atrás, es su fe la que les salva: Mientras iban, quedaron sanos. La sanación no sucede de inmediato, sino poco a poco, mientras van de camino.
Uno de ellos, viéndose sano, volvió glorificando a Dios en voz alta, y cayó de bruces a sus pies dándole gracias. Era samaritano.
Jesús se lamenta de la poca gratitud de los demás: Los otros nueve, ¿dónde están? La echa en falta porque vivir en actitud constante de gratitud es la mejor señal de una buena calidad de vida interior. La vida es luminosa si vivida agradeciendo lo que se tiene; pero triste, si vivida lamentando lo que no se tiene.
Debemos aprender a levantarnos por la mañana y acostarnos por la noche dando gracias. La gratitud genera una manera más sana y más lúcida de mirarnos a nosotros mismos; también de relacionarnos con los demás y con todo lo que nos rodea. San Pablo nos exhorta: Con corazón agradecido cantad a Dios salmos, himnos y cánticos inspirados. Todo lo que hagáis, de palabra o de obra, hacedlo invocando al Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él (Col 3, 16-17).
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