Dice la tradición que santa Elena, mujer del emperador Constantino, encontró en Jerusalén la cruz en que murió Jesús el 14 de septiembre del año 335. Desde entonces celebramos esta fiesta. Cuando veneramos o adoramos la cruz, veneramos o adoramos al Crucificado.
Como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre.
El Papa Francisco dice: Es posible comprender un poquito el misterio de la cruz de rodillas, en la oración, pero también con las lágrimas. Es más, son precisamente las lágrimas las que nos acercan a este misterio. Sin llorar en el corazón, jamás entenderemos este misterio. Cabe añadir que el llanto del corazón puede ser fruto de la pena ante la contemplación de tanto sufrimiento, y también del gozo ante la contemplación de tanto amor.
Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito.
De ser instrumento de tortura e infamia, la cruz pasa a ser instrumento de amor y salvación. Canceló la nota de cargo que había contra nosotros, la de las prescripciones con sus cláusulas desfavorables, y la quitó de en medio clavándola en la cruz (Col 2, 14). Asumiendo semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre, se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz (Flp 2, 8).
Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.
Para que el mundo se salve por el Crucificado. La cruz es el acto supremo de la justicia del Dios-Amor. La cruz es el acto supremo del amor más universal y más gratuito. La cruz es el acto supremo del amor llevado hasta el extremo.
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