Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único.
Es la expresión más sencilla que resume todo el Evangelio, toda la fe, toda la teología: Dios nos ama con amor gratuito y sin medida (Papa Francisco). Quienes creemos en Jesús, el Crucificado, creemos en el amor. Es fe y es asombro. Es un creer increíble, porque es un amor inexplicable. Es un amor que rompe toda lógica. Un amor que carece de justificación. Es pura gratuidad.
Pablo, antes de su conversión, creía en el Dios de Moisés, el Dios del poder y de la justicia. En el camino de Damasco le fue revelado el Dios de Jesús, el Dios que es Jesús, el Dios que es amor y misericordia. Y Pablo, junto con Juan, será quien mejor viva y explique esta realidad del Dios-Amor, fundamento de todo cuanto existe.
Juan nos dirá: En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él (1 Jn 4, 9). Y Pablo: Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? En todo vencemos de sobra gracias al que nos amó (Rm 8, 31; 35; 37).
Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de Él.
En esta fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz contemplemos asombrados y en silencio al Crucificado. Veremos cómo el amor recicla el mal. Veremos, como dice el Papa Francisco, que no existe un cristianismo sin la Cruz y no existe una cruz sin Jesucristo.
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