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15/08/2020 Asunción de María (Lc 1, 39-56)

Proclama mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador.

Jesús dijo: Voy a prepararos un lugar… Volveré y os tomaré conmigo para que donde yo esté estéis también vosotros (Jn 14, 2-3). El día de Pascua celebramos la resurrección del Hijo; hoy celebramos la de la Madre. Ella, la primera entre los discípulos y los creyentes, es la primera en ser llevada por su Hijo adonde Él está. Así lo hará también con todos nosotros. Gozosamente conscientes de esto, hacemos nuestro el Magnificat.

Proclama mi alma la grandeza del Señor.

El Magnificat no es solamente un canto de alabanza y de agradecimiento que brota del corazón de María por lo que Dios ha hecho en ella hasta ese momento; el Magnificat es alabanza y agradecimiento por lo que Dios seguirá haciendo en ella. Ella desconoce el futuro, pero sabe que así será. Como lo sabía Pablo: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman (1 Cor 2, 9).

En esta fiesta tan popular de la Asunción de María, ella me invita a contemplarla mientras la acompaño coreando su Magnificat. Será una buena forma de depurar mi devoción mariana. Que nunca debe ser una devoción que me enrolle en torno a mí mismo; que siempre debe ser una ayuda para poner más los ojos en Dios con la alabanza y en los prójimos con el servicio. Que mi devoción a la Madre de Jesús sea una devoción adulta que me lleve a vivir la fe en su Hijo alimentándola desde las páginas de los Evangelios. Es la mejor manera de imitar a quien es dichosa porque escucha la Palabra de Dios y la cumple (Lc 11, 28).

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