Alaba mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador.
El prefacio de esta fiesta de la Asunción nos presenta a la madre de Jesús como la pionera que nos abre el camino de la glorificación a todos nosotros. En ella, subida en cuerpo y alma al cielo, vemos un anticipo de lo que todos alcanzaremos un día. Por eso todos nos unimos a ella haciendo del Magnificat el cántico y la bandera de nuestra vida. Dice san Bernardo: Viajeros todavía en la tierra, hemos enviado por delante a nuestra abogada…, madre de la misericordia, para defender eficazmente nuestra salvación.
María es profundamente consciente de la plenitud de salvación que ha recibido sin mérito alguno de su parte. La esplendidez y la gratuidad del don recibido le convencen de que esa misma plenitud de salvación llegará a todos los hijos e hijas de Dios: porque la misericordia de Dios llega a sus fieles de generación en generación.
Celebramos con gozo esta fiesta de la Madre, subida en cuerpo y alma al cielo. Ella nos abre el camino y nosotros seguimos sus pasos. También nosotros, tal como somos, enteros, en cuerpo y alma, seremos introducidos en la plenitud de la vida. Tal como decimos en el Credo, creemos en la resurrección de la carne: la de Jesús, la de María y la nuestra.
El Papa Francisco nos exhorta: María alaba la grandeza del Señor. Olvida los problemas que no le faltaban en aquel momento. ¡Cuántas veces, en cambio, nos dejamos vencer por las dificultades y absorber por los miedos! María no, porque pone a Dios como primera grandeza de la vida.
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