Junto a la cruz de Jesús estaba su madre.
Al día siguiente de la fiesta de la Santa Cruz, la liturgia nos invita a contemplar a la Madre Dolorosa. Es una celebración muy entrañable que el pueblo cristiano celebra desde tiempos medievales, y lo ha expresado en poemas tan exquisitos como el Stabat Mater: ¡Oh dulce fuente de amor! – Hazme sentir tu dolor – para que llore contigo. – Y que, por mi Cristo amado, - mi corazón abrasado – más viva en Él que conmigo.
En la Madre, al pie de la cruz del Hijo, vemos el cumplimiento de la profecía del anciano Simeón: ¡Y a ti misma, una espada te atravesará el alma! (Lc 2, 35). Y del profeta Zacarías: En cuanto a aquél a quien traspasaron, harán duelo por él como se llora a un hijo único y le llorarán amargamente como se llora a un primogénito (Za 12, 10).
La contemplación de la Madre, al pie de la cruz, nos hace ver que todo dolor encuentra en ella comprensión y consuelo. La contemplación de la Madre, al pie de la cruz, fortalece nuestra fe cuando más zarandeada está ante lo absurdo e injusto de algunas circunstancias. La contemplación de la Madre, al pie de la cruz, nos espolea a vivir con entereza los reveses más duros de la vida. La contemplación de la Madre, al pie de la cruz, nos estimula a acompañar con afecto y delicadeza a los que sufren junto a nosotros.
Como María, permanezcamos firmes y de pie; con el corazón puesto en Dios y animados, levantando al que está caído, enalteciendo al humilde, ayudando a terminar con cualquier situación de opresión que los hace vivir como crucificados (Papa Francisco).
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