Una mujer de Samaría llegó a sacar agua. Jesús le dice: Dame de beber.
Teresa se deleitaba en la contemplación de este encuentro entre Jesús y la mujer Samaritana. Así escribe en el libro de la Vida: ¡Qué de veces me acuerdo del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana! Y así soy muy aficionada a aquel Evangelio. Claro que Teresa era muy aficionada a todo el Evangelio. Así lo dice a sus monjas: ¡Bendito sea el que nos convida que vayamos a beber en su Evangelio!
¿Por qué le gusta tanto a Teresa contemplar la escena de Jesús con la Samaritana? Una razón es que ella se identifica con aquella mujer de vida tan poco edificante. Teresa se siente muy pecadora y muy querida. Así se lo dice al Señor:Con grandes mercedes castigabais mis delitos.
Pero a Teresa le encanta la escena sobre todo al percibir la sutil estrategia de Jesús para seducir a aquella mujer. Teresa cree que Jesús ha usado con ella esa misma estrategia. También ella ha acabado pidiendo a Jesús: Señor, dame de esa agua. Jesús se la dio en abundancia. Por eso que Teresa, en la oración, no se busca a sí misma. Va a la oración para quedarse embobada ante la grandeza de su Señor, el Jesús de los Evangelios.
El Dios de Teresa es el Jesús de carne y hueso que encuentra en las páginas de los Evangelios. Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes. Que nosotros nos acostumbremos a no procurar con todas las fuerzas traer delante siempre su Humanidad, no me parece bien, por mucho que le parece anda llena de Dios. Es gran cosa, mientras vivimos y somos humanos, traerle humano. (V 22, 9).
El relato de la samaritana es el maravilloso relato de una seducción. Ninguna de las artimañas de la mujer para escabullirse la libra de la red que Él le va tendiendo. Al final se rinde gozosa. Olvida su cántaro y corre a hacer propaganda de Jesús a sus paisanos.
Jesús repitió esto mismo con Teresa; lo repite con cada uno de nosotros.
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