El reinado de Dios es como un hombre que sembró un campo; de noche se acuesta, de día se levanta, y la semilla germina y crece sin que él sepa cómo.
En la parábola vemos una advertencia de Jesús a quienes podemos sentirnos responsables del crecimiento o decrecimiento del reinado de Dios. Vemos también un mensaje de tranquilidad para quienes podemos desanimarnos ante la insignificancia del mensaje cristiano en la sociedad actual. El campesino interviene solamente al principio, en la siembra, y al final, en la siega. En todo lo demás, el campesino no tiene nada que aportar, porque todo depende de la fuerza vital que esconde la semilla. Si la parábola del sembrador nos decía que la calidad del terreno afecta a la cosecha, esta parábola de la semilla que crece sola nos dice que no, que la cosecha está garantizada aunque el terreno sea pobre.
Al campesino no se le ocurre perder horas de sueño para levantarse a media noche y convencerse de que sí, de que la semilla sigue creciendo. El campesino, aunque no sea consciente de ello, sabe que como la lluvia y como la nieve, así será mi palabra, que no tornará a mí de vacío (Is 55, 10-11). El creyente, como san Pablo, está convencido de que, llegado el tiempo de la siega, llegada la plenitud de los tiempos, todo tendrá a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra (Ef 1, 10).
Así lo reconoce san Pablo: Yo planté y Apolo regó; mas ha sido Dios quien hizo crecer. De modo que ni el que planta es algo ni el que riega, sino Dios que hace crecer (1 Cor 3, 6-7).
La parábola nos invita a confiar en Dios, más allá de los buenos o malos resultados visibles. Debemos confiar en que, al final, la cosecha será maravillosa. Así lo cree san Pablo. Y así, con estas palabras tan asombrosas, se lo dice a la comunidad de Roma: Dios ha encerrado a todos en la desobediencia para apiadarse de todos (Rm 11, 32).
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