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16/08/2020 Domingo 20 (Mt 15, 21-28)

No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel.

Hoy tenemos claro que el Hijo de Dios se hizo hombre para la salvación de la humanidad entera. Los judíos, discípulos de Jesús incluidos, no lo sabían; creían que la salvación era monopolio del pueblo judío. El mismo Jesús comparte a veces esta convicción general, como vemos en este Evangelio.

Pero el amor, como el sufrimiento y la fe, tal como vemos en la mujer cananea, no saben de fronteras de ninguna clase. A Pedro y a Pablo y a todos los apóstoles les costó asimilar la universalidad y la gratuidad de la salvación. También a nosotros nos cuesta. De hecho, solemos poner límites al Reino de Dios confundiéndolo con lo que llamamos Iglesia visible. Y a lo largo de la historia hemos llegado a decir barbaridades como que no es posible la salvación fuera de los límites de la Iglesia-institución.

Jesús le respondió: Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas.

Ponemos los ojos en la mujer. El amor a su hija la impulsa a creer en Jesús; la fe se convierte en premio de su amor. Su fe es tan fuerte como su amor. No se desanima ante el primer rechazo. Al contrario; la fe la hace elocuente y persuasiva, hasta hechizar a Jesús.

Ponemos los ojos en Jesús. Rompe con el exclusivismo religioso del pueblo judío reconociendo a la mujer como ejemplo de fe y anteponiendo el sufrimiento humano y su necesidad de liberación a cualquier frontera cultural o religiosa (Papa Francisco).

Contemplando a esta mujer cananea, extranjera y pagana, pensamos en tantos cananeos como tenemos entre nosotros: inmigrantes, gentes de otras religiones, tantos extranjeros que nos resultan extraños e incómodos… Son personas que, como en el caso de la mujer cananea, con frecuencia lo pasan muy mal. Y hemos visto cómo Jesús se sobrepuso a un primer momento de rechazo. Para Jesús la compasión y la misericordia no saben de fronteras, ni geográficas ni religiosas. De esa misma manera debemos actuar quienes seguimos a Jesús.

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