Juan Bautista, llamando a dos de sus discípulos, los envió al Señor diciendo: ¿Eres tú el que ha de venir, o tenemos que esperar a otro?
El Dios predicado por el Bautista infunde algo más que respeto: Decía a la gente que acudía para que les bautizara: Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? (Lc 3, 7). El Dios vivido y predicado por Jesús infunde tranquilidad y confianza: Me ha enviado para anunciar la Buena Nueva a los pobres… (Lc 4, 18).
Por eso, porque el Dios de Jesús no coincide con el del Bautista, éste envía a dos de sus discípulos a preguntar: ¿Eres tú o esperamos a otro? El bueno del Bautista no lo tiene claro. El bueno del Bautista, como todo hijo de Adán, tiene que hacer su propio camino de conversión hasta creer en este Jesús rompedor de esquemas. Tampoco José y María comprendieron la actitud o las palabras de Jesús a sus doce años.
Jesús concluye su respuesta a los discípulos de Juan con estas palabras: ¡Dichoso aquel que no halle escándalo en mí! Sus paisanos de Nazaret se escandalizaron, incapaces de aceptar un Mesías sencillo y cercano. Como muchos de sus discípulos tras escuchar el discurso sobre el pan de vida: Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo? (Jn 6, 60). Jesús es consciente de que su vida y su mensaje decepcionan a quienes podríamos soñar con mesianismos de poder.
Es gran cosa, mientras vivimos y somos humanos, traerle humano (Santa Teresa). Dichosos nosotros si proclamamos con toda el alma que el niño de Belén, el bebé de María, es el Dios omnipotente, omnimisericordioso y omnitierno.
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