Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón.
Ayer nos alegrábamos celebrando la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Hoy nos alegramos celebrando el Inmaculado Corazón de su Madre. Nadie como ella ha vivido tan arraigada y cimentada en la fe y en el amor. Nadie como ella ha conocido el amor de Cristo que excede todo conocimiento. Nadie como ella tan llena de la plenitud de Dios. Y todo esto gracias a su capacidad para meditar a la luz de la Palabra de Dios todo lo que sucedía en ella y en torno a ella.
Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón. El Evangelista ya había hecho un comentario casi idéntico cuando el nacimiento de Jesús en Belén (Lc 2, 19). Ahora hace esta observación justo después de habernos dicho que ellos no comprendieron lo que les dijo. José y María han quedado perplejos tras el encuentro con su hijo en el templo. No entienden nada. Para ellos, como para tantos padres cuando los hijos llegan a la adolescencia, ha llegado el delicado momento de ir rompiendo amarras.
Son muchas las cosas que no entendemos. Y muchas las cruces que nos toca sufrir. Aprenderemos a afrontarlas contemplando a la madre de Jesús. Ella que vivía una intensa interioridad siempre iluminada por la Palabra de Dios con la que estaba tan familiarizada, como vemos por el canto del Magnificat. Ella, que tanto sufrió desde su embarazo hasta la muerte de su hijo en la cruz. Aprendamos de ella, la mujer de fe, la dichosa por haber creído. Así se lo dijo su Hijo: Dichosos los que oyen la Palabra de Dios y la guardan (Lc 11, 28).
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